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Becoming Human
Vivir en Nueva York a cualquier edad puede ser una experiencia vertiginosa. Yo tenía 30 años. En medio del bullicio de esta ciudad, tuve una revelación que sacudió mi vida. Me di cuenta de que lo que hacía para ganarme la vida no estaba alineado con mi verdadero yo ni con mi propósito en este mundo. Trabajando en un proyecto exitoso pero muy ajeno a mi ser, me sentía perdida en un mar de expectativas externas. ¿No se suponía que a esta edad debería de tener todo en marcha hacia este éxito del que tanto nos hablan como única meta? ¿Volver a empezar a estas alturas de mi vida, cómo? Sentía que debería haber tenido todo resuelto a esta edad, que ya no había tiempo para reinventarme. Aunque desde afuera mi vida parecía envidiable, en mi interior sentía un profundo descontento.
Una simple conversación con Marcella, la amiga y socia con la que trabajaba en ese momento, desencadenó una serie de preguntas que no paraban de darme vueltas en mi cabeza. ¿Qué es lo que realmente vine a hacer aquí (a este mundo)? ¿Cómo puedo usar mis aptitudes para hacer algo que en realidad tenga sentido para mí? En ese momento, ni siquiera estaba segura de tener una respuesta. Pero cuando Marcella mencionó cómo brillaban mis ojos cada vez que cocinaba, algo dentro de mí se encendió.
Me acordé que desde chiquita lo que más amaba hacer porque se sentía absolutamente delicioso en mi ser era comer! Jajaja! Y cocinar! En el arenero (sand box) de nuestra finca hacía pasteles de chocolate, vainilla, y caramelo para vender … Tenía mi butaca al lado de la cocina para ver todo lo que Estela, la cocinera en la finca, hacía. Yo era la encargada con mi mamá de hacer las galletas y mazapanes para la mesa Navideña donde compartíamos con todos los niños de la vereda año tras año. En la Universidad recuerdo que hacía Ajiaco Colombiano y así me sentía más cerca a casa. Cuando trabajaba como diseñadora de interiores en Miami, lo mismo! Hacía galletas para volver a mí, de alguna manera a mi esencia, como si fuera una meditación.
Una noche vi la película Ratatouille de Disney, y me sentía igualita a Rémy. Así suene chistoso, ver esa película me impulsó a iniciar la búsqueda de Institutos de Culinaria. Eso, y oír una voz en mi que me dijo “Haga algo que si en caso de que haya una guerra, usted pueda ayudar”.
Después de visitar 5 institutos que no me convencieron para nada, llegué al lugar que desde que puse un pie en él, sabía que era el lugar para mí. No era un lugar tan moderno e impresionante como los otros que había conocido. Era un lugar más rústico, hecho a mano, cálido, y lleno de un amor que intuí desde el primer momento. Lo que sentí ahí y después corroboré era que en este lugar la importancia del alimento estaba fundamentado en los principios de la salud humana y el alimento como medicina, de cómo cocinar para apoyar mi salud y la de los demás. Ahí ya se imaginarán el resto. Quedé flechada y esa visita marcó para mí el comienzo de labrar mi nuevo camino en el mundo como cocinera y vocera de la alimentación consciente. Hoy, 18 años más tarde sigo enseñando cada taller, diseñando cada menú, y escribiendo cada libro con la emoción y el entusiasmo intactos de esos años cuando hacía los pasteles en el arenero.
Por Natalia Gaviria